Maya Thin, de doce años, dejó de estudiar hace casi un año porque sus padres no podían costearle los estudios de secundaria. Nos habían comentado que estaba pensando en irse a un pueblo cercano para trabajar de ayudante de cocina con su hermana Shanti, que hacía dos años habían también dejado la escuela y entrega su salario íntegro, 30 euros mensuales, a sus padres para que puedan comprar abrigo, aceite, sal y arroz.

Hace unos meses, de visita en una escuela en Raksirang, el distrito donde viven, y tras haber caminado cerca de tres horas para llegar a la aldea, Rajendra y yo decidimos caminar cerca de una hora más montaña arriba para llegar a su casa y ver si podíamos convencer a Maya para que no dejara la escuela. Preguntando a varios vecinos dimos con su casa, donde padres e hijos apaleaban el mijo con vigor para soltar el grano que les aporta para su sustento.

Bastaba ver la casa de barro, sus caras, la suciedad y sus atuendos para intuir que apenas podían vivir de la tierra y que la educación era un lujo que solo se permitían hasta primaria por estar la escuela cerca. Aun así, Rajendra sacó el formulario para apuntar todos los datos de la familia. El padre, cuyas manos y pies habían trabajado la tierra desde que tuvo uso de razón, estaba sonriente y agradecido con nuestra visita. Tras media hora de conversación, y ofrecerle a Maya costearle sus estudios de secundaria e incluso pagarle una habitación compartida cerca del colegio de secundaria que está a tres horas de distancia, la cara de Maya se iluminó. Miró a su padre para recibir su beneplácito, y ante algunos vecinos que nos habían acompañado hasta la casa, se comprometió a seguir estudiando.

Durante esa media hora, yo no dejaba de observar a los hermanos pequeños de Maya, sorprendidos con nuestra visita inesperada. Su padre mostraba la misma cara de perplejidad, y luego de agradecimiento. Ahora, sentado en el salón de mi casa en La Gavia, Gran Canaria, miro atrás y recuerdo este momento con añoranza. Añoro la fortaleza de esta gente, y me hace sentir a veces muy pequeño, muy débil. Sé que no elegimos donde nacemos, que lo normal para mí no es lo normal para ellos. Aun así me sirven de ejemplo cuando me ahogo en un vaso de agua con mis problemas, cuando las cosas no salen cómo yo quiero, cundo me invade la soledad o la tristeza. Recuerdo sus sonrisas, sus manos, sus movimientos, sus uñas,  su inocencia. Y lo quiero todo para mí, vivir el presente, no pensar, no tener tiempo para llorar o gemir. Aun así, el recuerdo sólo no me basta para sonreír, para enderezarme. Solo estando muy atento a la tristeza, al dolor o a la soledad puedo volverme a poner en pie, a caminar, e incluso sonreír. Pero no es fácil sentir el dolor en nuestras carnes, permitirnos bajar la angustia de la mente al cuerpo, sentirla sin miedo, observarla… y verla marchar al mismo tiempo que surge la calma.

Un fuerte abrazo y deseos de que una gran calma nos atrape, y quedarnos ahí, aire que entra y aire que sale.

PD: Gracias a todos los que hacen este día a día posible. Compartir estos relatos, las emociones diarias. Es una de mis maneras de decir gracias, compartiendo la vida.

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