Las niñas en nuestra casa de acogida han entrado en el sexto mes de confinamiento, mientras sigue incrementando el nivel de contagio en el país. Todo hace indicar que esta situación no hará más que agravarse ya que en Nepal, igual que aquí en España, es muy difícil que todo el mundo acate las recomendaciones para evitar contagios y solo el confinamiento estricto parece tener cierto efecto.

Ajenas a todo esto, las niñas siguen viviendo cada día con la misma alegría, la misma inocencia, las mismas sonrisas. Echan de menos ir al colegio, pero no lo viven como un drama. Se adaptan con facilidad a los cambios, a las estaciones, a las carencias afectivas, a las despedidas, a la muerte. Desde pequeñas han vivido en un medio donde sobrevivir es un reto, y eso deja poco espacio a romanticismos, a sueños, a perretas o mimos. Hay que ir a por leña, traer hojas verdes del bosque para el ganado, cocinar, lavar ropa, quitar malas hierbas. Y los alicientes se reducen a comer algo exquisito como carne, en algún festival, o recibir la visita de un familiar. No hay otras expectativas, y eso simplifica mucho la vida, aparte de aprender a apreciar a la gente que te quiere, tener un terreno donde plantar, la lluvia, la vaca, tener un plato de comida, tener compañía, alguien con quien charlar o jugar.

Siempre me ha maravillado este modelo de vida ligado a la naturaleza, y cada día se me hace más primordial que todos los niños de este mundo tengan una infancia ligada al árbol, la tierra, sus frutos. Que aprendan a valorar la comida, la naturaleza de la cual dependemos para sobrevivir, el aire que respiramos. También me parece fundamental que aprendan a convivir, a expresar sus sentimientos, a escuchar, escucharse, observar sus emociones, aceptarlas, perdonar, Amar. Si estas pautas fueran los pilares de nuestra educación, si todos quisiéramos con el corazón vivir en paz y amor, aún a expensas de vivir con mucho menos, entonces nuestro mundo sería un lugar más feliz; nuestro barrio, nuestro pueblo, nuestra familia. No habría fronteras, vallas, muros, políticas proteccionistas, discriminación, rabia, rencor, violencia, comparaciones.

Yo soy fruto de mi experiencia de vida. En mí hay muros, políticas proteccionistas, carencias, necesidades, enfado. No hablo de un mundo fuera de mí. Y me he dado cuenta que los cambios para crear un mundo idílico, de paz y amor, empiezan por uno mismo. Por aprender a escuchar, escucharme, observar mis acciones, mi modo de hablar, mi crítica, mi juicio, mi rabia, mis anhelos, mi dolor. Aceptar mi realidad, ese soy yo. Entonces, solo entonces, surge automáticamente un cambio, una transformación. Comienza a surgir el amor, hacia mí, hacia el mundo, hacia la vida, hacia el aire que entra por mi nariz y sale por mi boca.

Con estas palabras y la lección diaria que me dan esas niñas….hoy me animo a caminar el sendero del amor y me animo a soñar que sí, que vale la pena vivir este sueño de un mundo algo más cariñoso, comenzando por el mundo interior. A veces nos puede la amargura, el dolor, no vemos más allá de nosotros, nos cuesta sonreír y nos consume no salir de ahí. Entonces ¿qué hacer? La vida siempre está mostrándonos el camino, pero como ya he dicho en alguna ocasión, a veces andamos despistados… y necesitamos buenos revolcones. Cada revolcón es una oportunidad para parar, perdonar, aceptar, amar.  

Un brazo y lindo día a todos.

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