Hace cerca de 20 años que comenzó mi andadura en Nepal, donde surgió un descubrimiento mágico que ahora, en estos días extraños, resuena en mí con una intensidad inusitada.
Llegué a Saraswoti, el pueblo donde sigo viviendo en la actualidad, en octubre del año 2000. Allí conseguí alojamiento con una familia de campesinos que vivían de la tierra, como la gran mayoría de la población del Nepal. Viví durante siete años en una casa de barro y piedra, acompañado de ratones, hormigas, arañas, mosquitos y otros insectos variopintos.
Cada tarde, después de mi jornada de trabajo en las aldeas, me sentaba a ver la puesta de sol entre los arbustos y palmeras que bordeaban la casa. A veces, también echaba una mano a la familia a hacer los “chapatis”, cortar la verdura, o simplemente me sentaba a observar cómo cada uno colaboraba en las distintas labores: ordeñar a la vaca, limpiar el establo, encender el fuego, amasar la harina, quitar malas hierbas y otras tantas labores imprescindibles para poder sobrevivir.
Me sorprendía la diligencia con la que se hacía cada labor, conscientes de que cada acto era esencial para poder tener dos platos de comida al día. Pero lo más que me sorprendía era la serenidad, y la alegría con que se realizaban todas las tareas. Había que trabajar muy duro, de 5 de la mañana a 8 de la noche, pero había felicidad y calma en los rostros. Se apreciaba la lluvia, la tierra, la vaca y apenas se generaba basura. Todo se reciclaba.
Llevaba dos o tres meses viviendo en esta aldea de campesinos cuando comencé a tener la sensación de estar viviendo por primera vez. Pasé de echar de menos mi actividad docente y a mis alumnos en Canarias, a lentamente sosegarme y ser más consciente de la vida en mí y a mi alrededor. Mis emociones, apegos, necesidades y anhelos se mostraban con mayor claridad. Al mismo tiempo, me sentía muy cercano a los árboles, a la brisa, al verde, a las cabras, al canto de los pájaros, al susurro del riachuelo que corría cercano a mi habitación.
Si hoy en día sigo viviendo aquí, en gran parte tiene que ver con esa sensación de “estoy vivo”. Era como haber descubierto que el origen de la felicidad estaba en vivir en sintonía con la naturaleza, respetándola, agradeciéndole sus frutos, mimándola. También me di cuenta de que era necesaria la colaboración entre campesinos para cultivar los campos y compartir recursos; como las herramientas de trabajo. La única objeción que surgió fue la desigualdad. Había mucha gente que no tenía tierra o muy poca como para vivir de ella, y de ahí cobraba un sentido enorme mi labor, pues la pobreza lleva al hambre, a la muerte y al tráfico y explotación de niños.
Pero quiero centrarme hoy en la “sensación de estar vivo”, y la inmensa felicidad que me producía sentirla. Desde entonces tuve claro que nuestro mundo se había desarrollado industrial y tecnológicamente a un nivel tremendo, pero que ello había conllevado al destrozo de recursos, ecosistemas, especies, y a prácticas abusivas con animales y ganadería con el fin de una mayor productividad. El dinero se había convertido en nuestro Dios, y dentro de un sistema donde nunca es suficiente el qué tienes, pues siempre hay algo que no me he permitido o que quisiera adquirir o disfrutar.
¿Dinero es igual a felicidad? Pues en absoluto. Comida, agua y aire son necesarios, imprescindibles para sobrevivir. Luego, la serenidad y la calma. Sin calma y serenidad no concibo la felicidad, y ese fue el gran descubrimiento que experimenté en Nepal. ¿Puede haber algo más grande en nuestras vidas que ser felices, que sentir una calma inmensa? ¿Por qué hemos complicado tanto el vivir, cuando podemos vivir todos con muy poco y ser felices? ¿Cuándo saldremos a la calle para pedir la reforestación de bosques, para devolver a la naturaleza y animales lo que les pertenece; la Vida, nuestra Vida? ¿Cuándo exigiremos controles de polución y nos comprometeremos a llevar vidas más sencillas, viajar, consumir menos y respetar más el medio ambiente? ¿No serán estos días extraños un mensaje para no demorar más una acción colectiva por la Vida? Aunque tengamos que romper con nuestro sistema socioeconómico y volver a vidas más sedentarias, pero cercanas al verde, a la autosuficiencia y a la felicidad. Volver a relacionarnos con los vecinos, ayudarnos, hablar más con los hijos, pasar más ratos juntos. Disfrutar del vuelo de las aves, de la lluvia que cae, de pisar el barro, dar un abrazo o compartir con un amigo. Creo firmemente que podemos ser más felices con menos cosas materiales y estando más en contacto con el medio ambiente, con la Vida.
¿Por qué hoy resuena todo esto en mí con tal magnitud que me haya permitido compartir todo esto con ustedes? Mi sabiduría interior me dice que no vamos por buen camino con nuestro modelo de vida, que no podemos pretender salir a la calle mañana como si nada hubiera pasado y que nada más pasará. Somos vulnerables y creo que está en nuestras manos reconducir esta situación cuidando de la Vida, la Naturaleza. Por nuestra felicidad, por nuestros hijos, por la Vida.
Les puede parecer muy prepotente o irrisorio que yo acabe hablando de mi sabiduría interior. No lo hago en absoluto creyéndome un erudito de la verdad. Creo que la sabiduría interior está al alcance de todos. Dios, o el estado de Buda, está al alcance de todos cuando nos despojamos del ego y nos quedamos con nuestra esencia. Ahí nuestra sabiduría “habla”.
Comparto un enlace que ojalá vea mucha gente y nos ayude a entender de una manera más científica lo que mi intuición descubrió hace 20 años en Nepal. Y que quede claro que comparto con el corazón en la mano. No soy de llorar mucho (el título era más bien por conseguir tu atención), soy de actuar, de hacer lo que está en mi mano hacer. Hoy sentí la necesidad de compartir estas líneas.
Un fuerte abrazo y ánimos para ser Feliz, para sentir una paz inmensa en medio de bosques que quizá no veamos, pero que dejaremos en legado a nuestros hijos, a la Vida. Con Amor.
José Díaz