Un día en un pueblo de Nepal.       

( Extracto del diario de José Díaz )

No deben ser todavía las 5 de la mañana y ya oigo a la señora de la casa donde vivo y a Rama, la hija mayor, atareadas en sus quehaceres. Todas las mañanas se levantan sobre las 4:30 a.m. para ordeñar a la vaca, fregar los cacharros de la cena del día anterior y comenzar las tareas del campo.

Son las 6 de la mañana, me voy a dar un paseo para estirar los músculos, saludar a la mañana y llenarme de la magia que la rodea. Por el camino me saludan los vecinos mientras las mujeres friegan en cuclillas bajo el grifo de agua fría o se asean cubiertas por una tela que les cubre desde el pecho a las rodillas. Los primeros rayos del sol iluminan la neblina mañanera y le dan un tono majestuoso. Los campos de arroz comienzan a brillar con esas tonalidades de un verde sanador que te llena de energía y te conecta con todo lo que te rodea.

un dia en nepal 3

De vuelta a casa uno de los niños me trae un vaso de leche de vaca recién cocida y luego comienzo a preparar el desayuno: fruta y cereales con leche. A las 9 comienzo la caminata a uno de los colegios de la zona. Por el camino me encuentro con niños y niñas que se dirigen a sus colegios, algunos corren para ponerse a mi altura mientras otros aminoran la marcha para que les alcance. Los más atrevidos comienzan con las típicas preguntas “¿A cual colegio va hoy?, ¿Cuando va al nuestro?”.

El pueblo Sukumbassi, a donde me dirijo hoy, se encuentra a una hora de camino, el sol ya empieza a apretar y provocar las primeras gotas de sudor por mi frente y espalda. La escena a la entrada del pueblo es siempre la misma, mujeres y niños afanados en picar piedras para convertirlas en gravilla y venderlas como material de construcción. El cling clang de los golpes de martillo es algo difícil de olvidar. Los primeros niños en llegar al cole se apresuran a mi encuentro y me saludan con una sonrisa tan genuina e inocente que llegan a tu corazón, te recuerdan que hay algo divino y eterno dentro de todos nosotros.

Una vez en el colegio planeo con Malati, la profesora, como organizarnos hoy. Tristemente no puedo desarrollar mi labor de formador con ella como en los otros colegios ya que hay cinco cursos, tres aulas y sólo dos profesores, Así que me dedico a cubrir una de las aulas con la esperanza de que Malati pueda escaparse unos minutos y su curiosidad le lleve a imitar las actividades que estoy llevando a cabo.

Durante el recreo comentamos la posibilidad de escolarizar  a los niños que no van al cole por falta de medios o por que sus padres les necesitan para sacar algo de dinero con que comprar un poco de arroz. Ella me comenta también la necesidad de una profesora extra y el sueño de contar con cinco aulas y agua en el pueblo para poder regar y así aliviar un poco las penalidades de esta comunidad de casta baja.

Por la tarde, de vuelta en mi casita de barro, me baño bajo el grifo de agua helada que esta fuera, leo un poquito y luego me voy  al bosque de la montaña a donde los niños y niñas llevan las vacas, búfalos y cabras a pastar.

Yo me lo paso en grande viéndoles jugar a algo  parecido a la cogida y oyéndoles reir mientras corretean descalzos por la hierba.

De vuelta a casa me preparo el arroz y la verdura habitual mientras oigo a Ismael Serrano y me lleno de recuerdos de gente queridísima. Sobre las 8 de la noche ya estoy tumbado sobre la cama, leyendo un libro o escuchando el agua de la acequia que corre a un lado de la casa.

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